viernes, 31 de julio de 2015

Zampoñas y Quenas Sonando


El motivo de esta crónica será más personal que las anteriores: se tratará de un recorrido literario sobre la última semana que estuve en el norte argentino. No a modo de un diario viajero, sino haciendo hincapié en lo que este blog aborda: la música.

Se trató de un simple viaje familiar, pero cada cual tiene sus intereses y pasiones, las cuales no abandona ni en vacaciones. Por lo tanto es imposible no entusiasmarse por vivir siete días en la cuna del folklore: Salta.

Ni bien llegué, un domingo, se llevaba a cabo una feria sobre la calle Balcarce. Entre pavadas y artesanías, había talentos: músicos que vendían instrumentos construídos por ellos mismos. Allí conocí, por ejemplo, a Miguel Ayala, amante de los instrumentos de viento, sobre todo de las quenas. Construídas en caña tacuara, las vendía a valores no mayores de cien pesos. Me contó que se dedica a eso: tomó clases de luthería y actualmente se desempeña como maestro de música en una escuela primaria.

Quería comprarle una de sus creaciones, por más que no supiera tocar. Su fanatismo era contagioso. Probaba todas las que estaban sobre el mantel de una mesa menor para que pueda oír cada sonido de ellas. Las tomaba, posicionaba sus manos, cerraba los ojos, mojaba los labios -que parecen nacidos con la forma de esa boquilla- y con uno de sus cachetes inflados por la coca, comenzaba a soplar. El viento ya se había transformado en dulces notas.

"Tenés que domarla a la quena. Cada uno elige la que le sienta mejor, con la que se sienta más cómodo. Yo acá tengo la mía, y para mí no hay como la mía -decía mientras la sacaba de su bolsillo costado-".


A los pocos puestos me encontré con un percusionista. Justo estaba terminando de tensar el parche de uno de sus instrumentos. Me hablaba de ellos con el mayor entusiasmo y emoción. Me invitaba a probar cada uno. Era realmente instruído, incluso me explicó las relaciones matemáticas que tiene que haber entre la base y el cuero para conseguir el mayor provecho acústico.

"Este quedó buenísimo, y cada vez quedan mejor", decía orgulloso. "Al principio estaban más o menos. Le pido perdón a los que me compraron los primeros, pero con algo había que empezar", me explicaba entre risas. Y sonaban realmente bien. En este caso, la falta de espacio físico para traerlo a mi ciudad me impidió alguna compra: tenía un cajón peruano, bongós y muchos elementos percusivos con distintos nombres específicos que no recuerdo. Todos fabricados con madera de pino.

En una de las excursiones, camino a Cafayate, pasando los 2000 metros de altura sobre el nivel del mar, había un salteño tocando un pequeño intrumento de viento: la ocarina. Había de ellas por todos aquellos puntos turísticos, pero estas fueron las que más me gustaron. Su nombre está tallado en ellas, Franco Jara, y están hechas con arcilla. Cada una tenía un dibujo en la parte superior. La que le compré tiene inscripto un cardón. Se tomó la molestia incluso de enseñarme la posición de los dedos para las distintas notas.

Ya en destinto, esperando que sea el momento de volver a la capital de la provincia, me detuve unos minutos en la plaza principal donde había un hombre de unos sesenta años tocando la guitarra. Sentado sobre su amplificador de no más de 10 watts, su criolla sonaba de lujo. Tocó piezas folclóricas exquisitas y de manera muy prolija y calma. La multitud que caminaba no lo distraía de su tarea.

Como la mayoría de los músicos callejeros, tenía a sus pies un sombrero en donde, quienes desearan, dejaban algún billete o moneda a voluntad. También tenía discos de su autoría, en colaboración con otro guitarrista, a la venta. Su cabellera blanca y dedos sin fin, que se movían como arañas por el mástil del instrumento, sacaban una sonrisa a cualquiera.

En el trayecto hacia Humahuaca, Jujuy, ocurrió algo similar. Por ejemplo, conocí a un flautista cuyo seudónimo era Wamani, que me dijo: "Significa dios del viento y espíritu de la montaña en quechua". Y ya con una sonrisa: "Porque soy libre y no soy de nadie". Tenía a la venta seis discos suyos, y en ellos versionaba grandes clásicos, de los más variados, como La Isla Bonita, de Madonna; Mariposa Traicionera, de Maná; Vivo Por Ella, de Andrea Bocelli; entre otros.

En muchos de los puestos que vendían mochilas con la bandera Wiphala o pulóveres que pican, había niños de quizás diez años tocando quenas y similares con gran destreza y la mayor de las naturalezas. Como si fuera algo realmente incorporado en su genotipo. Una costumbre verdadera y hereditaria.

Aquel día me tocó un guía macanudo y hablé con él al respecto: Ariel es salteño y su profesión es coordinar paseos turísticos por su Salta natal y alrededores. Me decía que "acá tenés que saber tocar algo". "La guitarra, un poco de quena, un poco el bombo, o aprender a cantar. Si no tocás nada te quedas afuera del sistema, ¿entendés?", me contaba riéndose, pero con sinceridad. "No te invitan a las guitarreadas entre amigos. Además es primordial para levantarte a alguna minita".

Fuimos a almorzar al Hotel Turístico del pueblo. Justo antes de que llegue la comida apareció un trío, y se paró enfrente de todos. Uno de ellos los presentó como Los Compadres. En ese momento fue cuando Ariel se acercó a mí para contarme quién era el encargado de los vientos: José Castro, un coya que tuvo la oportunidad de tocar en Tilcara, junto a Divididos, Guanuqueando, obra del gran Ricardo Vilca, uno de los mayores exponentes andinos del género.


Con él alternando entre zampoñas, sicus y quenas; un muchacho más joven encargado del bombo; y un guitarrista, interpretaron distintas canciones. El conocidísimo carnavalito de El Humahuaqueño, la ya mencionada Guanuqueando, el tango La última copa, y Juana Azurduy. Un lujo.

Para contrastar, en la misma jornada conocí a un fotógrafo, Marcelo Caballero. Hablamos un poco de arte en general. La conversación inició cuando se fijó en mi remera de Black Sabbath. Coincidímos en la maestría del guitarrista Tony Iommi, las etapas de Ozzy Osbourne y Ronnie James Dio, y luego se diferenció de mí: "Yo era más de Zeppelin. Te estoy hablando de la década del '70". Para meter un poco de distorsión y rock al texto.

En cualquier lugar, en cualquier plaza, aparecían conjuntos o solistas para tocar y musicalizar el invierno. Incluso la última tarde, pasaba por entre las mesas de un restaurante, una joven que tocaba el acordeón. Despertó varios aplausos. Era una músico viajera y sonriente que interpretaba tangos. Cada uno se ganaba una merecida propina por mostrar su innegable talento y capacidad.

El norte argentino cuida y ama aquello. Cuida y ama a aquellos próceres guitarreros y cantores. Las peñas que hay en la mayoría de los bares es sinónimo de eso. En toda Salta suenan e idolatran a sus hijos pródigos -caso Nocheros-. En Jujuy los más pequeños, también forzados por la necesidad, ofrecen cantar coplas. Pero el sentido de pertenencia con respecto a la raíz folclórica está. Los grandes, como Los Tucu-Tucu, Jorge Cafrune, Los Fronterizos, o Los Cantores del Alba. siguen estando en cualquier intérprete. Un deleite al oído pasearse por allí. Melodías que embellecen aún más aquellos paisajes.


+Las fotos son de propia autoría.

1 comentario:

  1. Hermosa crónica. No pude llegar a la quebrada pero si llegué a Cafayate nuestro norte Argentino tiene ese no se qué, que te enamora, y lo que más te enamora es esa música tan especial en un paisaje tan especial. Comparto tu experiencia y sentimientos. Silvia

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